viernes, 6 de mayo de 2011

Un Odradek para Mr K


ODRADEK

Odradek ha sobrevivido y con él las preocupaciones de el padre de familia. Han sido muchos los años de anonimato, de andar por entre los resquicios de los umbrales de las puertas, a veces usurpando los hogares de las telarañas, entre las bisagras de las viejas ventanas de madera, escondiéndose entre las patas de las poltronas, debajo del sofá, deslizándose o rodando como un ovillo por el pasillo común que comunica las cuatro habitaciones de la casa, a veces perturbado por los tres gatos de nuestra casa, los gatos de nuestra familia, los gatos siempre atentos a cualquier movimiento, especialmente los que son causados por el viento que se cuela por debajo de las puertas, imperceptible casi, haciendo que la pelusa diaria se mezcle con la antigua, atrapando objetos insignificantes, perdidos, esos que como agujas, trocitos de hilos, o viejas etiquetas de alguna prenda de vestir, despegadas por alguien, un día, con el entusiasmo y la expectativa de un gran estreno pero luego olvidada en algún rincón, pequeñas facturas de las compras diarias de nuestra comida, de nuestro pan, algún botón perdido, algún broche de zarcillo o hasta el mismo zarcillo que dejo a su alma gemela sin su par, una moneda pequeña, la pieza incomprensible de un juguete de la que no recordamos como encaja, ni tampoco podemos hacer memoria de cómo era aquel juguete.

Entre estas minucias ha sobrevivido Odradek, este ha sido su mundo por décadas, junto a los ácaros, las escobas, la humedad de los coletos, el perfume de la cera abrillantadora, los productos desinfectantes, las cenizas que con descuido se han desprendido de los cigarrillos de nuestros padres, la arenilla que viaja pegada a las suelas de nuestros zapatos desde el jardín hasta el salón de la entrada para hospedarse temporalmente, disgregada y expandida por toda la superficie del piso de nuestro hogar, es un mundo que se renueva todos los sábados aún cuando este día, nos dice la tradición, no deben hacerse muchos trabajos, sin embargo este es el escogido para las labores de limpieza, la labor que también preserva porque no se lo lleva todo, y que con un cuidado que parece intencional, va dejando agazapados esos diminutos insumos tan preciados, casi vitales, para el solaz de Odradek.

En tiempos del abuelo este minúsculo universo solo se limitaba al suelo y al espacio que quedaba entre las cortinas, las paredes, y los vidrios de las ventanas, hoy en día con la presencia de objetos nuevos, todo parece como agrandado a pesar que el lugar se ha reducido significativamente, ahora existen insospechados territorios para las aventuras y para la exploración tales como los soportes de las lámparas que cuelgan del techo, las extrañas y ahuecadas piezas de los que están hechos los móviles decorativos, la parte posterior de los marcos de las nuevas pinturas, los clavos olvidados y repintados que no han sido arrancados de las paredes para evitar que a estas se les despegue el friso, y por supuesto la vieja caja fuerte, empotrada disimuladamente a la pared y oculta por el cuadro de un pintor quien en vida fue gran amigo de la familia, es la gruesa pared doble que divide el salón de recibo de las visitas del estudio del abuelo y que además esconde con gran artificio mecánico la reja corrediza, nocturna, que solo se puede ver al cerrarse, a la hora de dormir, o cuando no hay nadie en casa.

Allí en ese espacio, dentro de esta doble pared, pareciera que es el lugar favorito de Odradek, y en donde podemos sospechar que él se esconde por largas temporadas, o tal vez se quede dormido, ya que cuando se desliza la reja y solo de vez en cuando, vemos como se viene colgando de ella, casi arrastrándose, al momento de abrirla en la mañanas, mostrándose somnoliento, con una sonrisa traviesa, casi como disculpándose y al mismo tiempo perplejo por haber sido sorprendido tan temprano. Porque hay algo de noctámbulo en este ser, en esta especie de animal-objeto, de niño-objeto, de anciano-objeto, cuyo semblante parece oscurecido por la falta de luz solar, probablemente debido a su larga costumbre de habitar en los rincones, o tal vez al prolongado contacto con cierta mugre invisible para el resto de los miembros de la familia.

Porque hay que reconocerlo, El es uno más de la familia, y esto tiene que quedar claro, su estatus va más allá del de mascota, pero no llegamos a considerarlo ni como a un primo, mucho menos un hermano o un hijo. Más bien El es algo parecido a nuestra conciencia familiar, algo así como ese testigo mudo de las historias de cada uno, y que lo es también de nuestros vecinos queridos, y de aquellos otros que aunque de forma similar comparten el vecindario no son en modo alguno nuestros amigos. Con certeza Odradek es parte de la vida íntima de estas personas aunque ellas no lo sepan. Es la recóndita memoria que no quiere ser traída a la luz del día, la que prefiere permanecer en esos lugares oscuros, oculta al resplandor del presente, prefiriendo el moho, el olvido.

Como en la investigaciones que se hicieron antaño nunca se pudo precisar el posible origen de su nombre, ni de cómo pudo haber sido su travesía desde Praga hasta Idar y Olberstein en Alemania, ni de su estancia en Viena, para después arribar a la regiòn de Campania en Nápoles, Corallini, a los pies del Vesubio, como era llamado aquél pueblecito costero, rico en corales, del cual se dice, una vez ostentó aquella magnifica edificación, La Torre del Greco, construida justamente por un artesano Griego quien se especializaba en la talla de sortijas en ágatas, de cofrecillos en amatistas, y de camafeos en coral rojo.

Tenemos la presunción que, justo antes de partir de Italia, Odradek, con su habitual agilidad, se coló dentro del equipaje traído por el abuelo para su peregrinación por el nuevo mundo, permaneciendo allí escondido hasta que la abuela tomo la resolución de venir ella también y fijar su residencia en esta latitud. Ya que fue ella, la Nònna quien decidió, mientras desempacaba todos los bultos que todavía permanecían cerrados, que esta sería nuestra casa y que el paisaje agreste, el clima húmedo de las montañas, los colores de las flores silvestres, el olor de la tierra, y el canto de los pájaros del jardín serían los que acompañarían a los dos por el resto de sus días. Lo que probablemente ella nunca supo era que este diminuto ser, quien había cruzado el Atlántico, metido en un baúl, iba a acompañarlos durante todas esas décadas, que los sobreviviría a ellos, de igual forma a sus hijos, y que al parecer a nosotros también. En ocasiones, sobre todo cuando alguien en la casa cumple años, me he preguntado cuál puede ser la edad de Odradek, con certeza tendrá más de cien años, porque fue a finales del mil ochocientos cuando Franz lo descubrió y conversaron por primera vez.

Por otra parte nunca se mencionó que tuviera dientes, pero he podido notar la aparición de uno, y esto me intriga debido que no sé si este le ha salido recientemente, o por el contrario es el único que le queda, en ambos casos dejaría aún más en el misterio la interrogante sobre su edad. Lo que quiero decir es que si apenas era un recién venido al mundo, y por eso Franz lo trataba como a un niño y no entablaba conversaciones complicadas con él, entonces debió haber sido muy viejo y su mente senil como la de algunos ancianos a quienes tampoco uno se les dirige con temas demasiado serios. Esto quizás explicaría de alguna forma lo del tono de su voz. De igual modo es posible que ese diente no sea suyo, que le pudo haber pertenecido a alguno de los niños, quienes con habitual despreocupación van dejando rastros de sus juegos esparcidos por toda la casa y el cual se le haya adherido al cuerpo en medio de sus correrías. Esta última conjetura hace que las cavilaciones en torno a la eventualidad de su muerte, a la naturaleza de sus propósitos, a la actividad que lo desgastase, sigan siendo inquietantes. Luego, cualquiera de las tres alternativas me parecen aterradoras, y esto, incluso a mí, me resulta doloroso y me entristece sobremanera.

José Luis Blanco T.

San Antonio de los Altos.

Junio 2008.

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